REFLEXIONES PEDIÁTRICAS: DON ANÍBAL ARITZÍA, PELUSA Y YO
Fuente: El Estetoscopio Ed. 124Dr. Walter Ledermann D.
Centro de Estudios Humanistas Julio Prado.
Conocí al Profesor Aníbal Ariztía el 17 de marzo de 1961, cuando se iniciaba el Curso de Pediatría para el sexto año de Medicina en el Hospital Luis Calvo Mackenna. Su fama de hombre adusto, severo y exigente, ya estaba en nuestro conocimiento, y lo mirábamos desde lo alto de auditorio, que entonces estaba orientado al revés, hacia el sur, con soberano respeto.
La primera clase corría por cuenta del Profesor Jorge Howard Belaresque, quien además dirigía por primera vez el curso, y versaba sobre “Caracteres del Recién Nacido Normal”. En la primera fila estaban sentados Ariztía y todos sus médicos ayudantes; los alumnos, subiendo por una escalera crujiente, habíamos trepado hacia las filas superiores, desde cuyas alturas escuchábamos en silencio.
Don Aníbal Ariztía (1894-1986) colaboró con el Dr. Calvo Mackenna en la creación del hospital que llevaría el nombre de este último, en 1942. La Cátedra Extraordinaria de Pediatría había nacido ese mismo año en la Casa Nacional del Niño, vecina al nuevo nosocomio, de modo que el traslado fue muy fácil. Cuando yo la conocí se había elevado, junto a la Cátedra Extraordinaria del Arriarán, a la misma categoría que la Titular del Roberto del Río. Tras el primer ensayo con nosotros, Howard seguiría dirigiendo el curso bajo la mirada atenta de Ariztía, quien se mantenía como el Gran Patrón, tanto de la cátedra como del hospital, hasta dejar ambos cargos a su discípulo en 1964, pasando a practicar anatomía patológica en el subterráneo con el Dr. Moreno. Allí trabajaría hasta su muerte; allí hablaríamos de igual a igual, como colegas, muchas veces, y también en la Unidad de Infecciosos, llegando verdaderamente a conocerlo como hombre sabio, modesto y amable, muy distinto del personaje temible que conocí como alumno.
Como tal, el primer encuentro lo tuve en una de sus clases, cuando miró hacia mí y dijo:
-¡Petermann!
No respondí hasta que elevara la voz repitiendo el llamado, a lo cual me puse de pie y aclaré:
-Mi apellido es Ledermann.
La respuesta claramente no fue de su agrado, de manera que, cuando en otra clase volviera a llamarme Petermann, dudé, dudé y… metí la pata de nuevo, diciendo:
-Ledermann…
-¡Ah, bueno! –exclamó.
A la tercera ocasión consideré prudente no corregirle, pues siendo él profesor y sabiendo más… ¿no sería yo el equivocado?
Como yo también leía El Mercurio, había comprendido ya que “Petermann” era el dibujante de “Pelusa”, una diaria caricatura, muy ingeniosa, protagonizada por una niña rubia que le recordaba las travesuras de su hija, a la cual, me confesó años más tarde, le traía de regalo una muñeca de loza cada vez que viajaba a Alemania a actualizarse en Pediatría. El Diccionario de la Real Academia, en su sexta acepción, define erróneamente a “pelusa” como “niño callejero”, en tanto que en Chile llamamos así al niño travieso y poco respetuoso.
Seguramente hizo otras clases antes, pero la primera que recuerdo fue la de “Introducción al estudio de la patología renal infantil”, el 19 de octubre de 1961. Parado allá abajo, muy derechito y serio, con su rostro anguloso y seco de caballero vasco, cerrado el delantal blanco del cuello a las rodillas, resultaba una figura imponente y hasta amenazante, que bien sabíamos ya de sus cóleras inesperadas en las que el cototo situado a un lado de su frente crecía y se tornaba púrpura. Hablaba con voz alta y clara, su dicción era perfecta, su lenguaje preciso, alejado de florituras. Nos relató los cuatro mecanismos de infección renal y luego se centró en laglomérulo nefritis difusa aguda. Como al terminar su discípulo Federico Puga intentara hacer un comentario festivo, lo fulminó con una mirada feroz y nada dijo; su antagonismo sería perdurable.
Mi segundo choque con don Aníbal se produjo por culpa de un becado inexperto de poco caletre en cuya sala hacía yo mi pasada como alumno, último eslabón de la cadena jerárquica y palo inferior del gallinero académico, quien me hizo escribir una lata presentación para “el profe” cuando pasara visita. No me dejó resumir y me hizo escribir “todo-todo”: no supe negarme, escribí in extenso y Ariztía, molesto, me interrumpió a los dos minutos:
-¡No sea latero!
Avergonzado y furioso, dejé mi escrito al lado y le conté la historia en diez líneas. Así quedó contento, me miró admirado, pero nada dijo, dejando a firme su doloroso juicio, sin saber cuán injusto había sido. Años después le recordé la anécdota: se rio y me dijo que recordaba al becado como muy inepto:
-Le interrumpí la beca –me dijo – pues no tenía remedio y los docentes no estamos para perder el tiempo.
El tercer choque, éste más bien automovilístico, me ganaría su favor. Ocurrió cuando, siguiendo el programa del curso, debíamos visitar dos hogares de pacientes diarreicos y hacer un informe sobre sus condiciones sanitarias. Como lo hiciera en tercer año con las visitas exigidas en Parasitología (1), fui con mi amigo Álvarez en el Hillman 48 de mi padre, pero aquí el territorio era distinto y hostil: las poblaciones La Faena y Lo Hermida. Nos costó muchísimo encontrar las direcciones en un laberinto de callejuelas en las que apenas entraba el auto, pero Álvarez logró hacer sus visitas y yo una, haciendo lo imposible por encontrar mi segunda.
Finalmente, un hombrecillo me dijo, señalando a través de un gran sitio eriazo que servía como cancha de fútbol, que la calle se encontraba al otro lado. Puse primera y me metí en un barrial espantoso, debiendo avanzar a la vuelta de la rueda, rugiendo, furioso, palabras irrepetibles, cuando se produjo “el incidente”. Fue algo increíble: hasta donde alcanzaba la vista, nada había delante de mí y, sin embargo, choqué por detrás a un camión… ¿Dónde y cómo, en qué momento apareció y cómo no lo vi… sería un vehículo fantasma conducido por un duende?
El conductor del camión no sintió el golpe, o no le importó; el vehículo paterno quedó apenas con una abolladura en la trompa, como si hubiera recibido un puñetazo; solo resulté herido en mi orgullo. Entonces, rabioso, volví a casa y me puse a escribir. Basándome en la anamnesis que había copiado de la historia, donde figuraba el tipo de construcción de la casa, el número de habitaciones y de habitantes, fui rellenando y dejando libre a mi inspiración di vida y nombre a dos perros y tres gatos, detallando las murallas y el tejado de la pobre casa, amén de su exigua y negra cocina y su horrible baño. Mas, no contento con esto, agregué un comentario sobre la falta de apoyo de la Universidad de Chile, diciendo que, antes de poner estas visitas en su programa de estudios, debiera considerarse un apoyo logístico, v.gr. un bus, ya que no todos los alumnos teníamos auto y andar por callejuelas desoladas era peligroso, más aún para nuestras compañeras; y si no había tal máquina, quizás pudiera encargarse un domicilio para un grupo de cinco alumnos y así estaríamos en ventaja numérica; o, mejor todavía, que nos acompañara un docente con su vehículo.
A diferencia del Profesor Neghme, Don Aníbal Ariztía no consideró mis sugerencias ni me llamó a su oficina, inmerso en cosas más importantes, pero de allí en adelante su actitud cambió y pareció mirarme con más atención, dejando de importunarme en clase y en sala. Todo anduvo sobre ruedas, mi padre hizo desabollar el Hillman, yo mejoré mi rendimiento, también Howard se mostraba satisfecho con mis progresos, obtuve la nota máxima de 21 puntos en el examen final y terminé el curso con 19, uno menos que el mejor alumno, lo cual me abochornó y me sigue abrumando hasta ahora, pues sentí que había hecho trampa al falsificar mi segunda y frustrada visita.
Mi relación con el maestro cambió al volver yo al nosocomio en 1970, y tuvimos varias conversaciones interesantes en los pasillos. Hablando de literatura, celebró los artículos que yo escribía en la revista de mi autoría The Calvimacken Journal of Infectious Chacharalata, diciéndome que mi estilo le “recordaba la gracia de Jenaro Prieto”.
-¿Sabía que también se le parece físicamente? –preguntó para mi sorpresa.
En otra ocasión, en que comentábamos la impetuosa e imprudente conducta de una becada extranjera, nos dijo a los infectólogos:
-Es un “caballo de bomba”. Y no esperen que cambie, porque los atolondrados no cambian nunca.
¡Caballo de bomba, en verdad! Cuando las bombas de incendio tenían caballos, éstos solían correr desenfrenados, atropellando a todo el mundo: al menos, así me lo contaban mis abuelos.
Su fallecimiento en 1986 coincidió con la ceremonia de graduación de los becados y fiesta consiguiente, que el Jefe de Pediatría suspendió en señal de duelo, poniéndome en una difícil disyuntiva, pues mi señora y yo manteníamos amistad con muchas becadas, habiendo formado un pequeño club que llamábamos CEMA: por una parte sentía que debía adherir a la postura de mi jefe y, por otra, me había comprometido entregar algún diploma. ¿Qué hice? Consulté con mi abogado, que era a la vez mi padre, y éste me aconsejó que no fuera, de manera que me quedé en casa haciendo duelo forzoso.
Después de su muerte, contaban auxiliares que no lo habían conocido, que en la noche se presentaba en la enfermería de infecciosos un anciano de largo delantal blanco cerrado en el cuello a revisar fichas y, al mostrarles la foto del famoso profesor, palidecían de espanto.
Referencias
1.- Ledermann, W. Mis dos encuentros con Amador Neghme. Rev Chilena Infectol 2022; 39 (3): 336-337.